No son heroínas clásicas, ni figuras destacadas en la historia oficial -ni en la no oficial-.
Son mujeres de todos los días: las que se las ingenian para inventarle a sus hijas el almuerzo diario; las que combaten cotidianamente para que su palabra resuene igual que la de cualquier otro hombre; las que se cuidan de usar faldas para no tener que soportar las amenazas disfrazadas de piropos, y las que hacen de sus vestidos una proclama de libertad constante.
Las que aún en tiempos de desapegos apuestan al amor con quien sea sin importar el “qué dirán” de la doble moral que nos somete; las lobas guerreras defensoras y vanguardistas de las peleas más osadas, cabronas en los momentos más difíciles, fieles a sus convicciones más que a cualquier hombre.
Las que se dicen para si y para otras: No queremos a la mujer esclava de sus prejuicios, ni la deseamos presa codiciable para la explotación de la maquila.
Queremos su coraje y fortaleza que nos permite -y nos ha permitido en muchos momentos de la historia- despojarnos del rol dócil de subordinación para convertirnos en los motores imparables de las rebeliones populares.
Feminismo como cosquilleo en el alma humana, incomodad de los silencios que sostienen la violencia, porque el feminismo es el ejercicio del pensamiento de la mujer.
Mujeres que sostienen comunidades, que cuestionan constantemente, que propician una rebelión en la fábrica textil exigiendo mejores condiciones para todas, que transgreden todo intento sumisión.
Porque la práctica feminista revolucionaria es un accionar constante: en las calles, en las aulas, en las asambleas, en nuestras relaciones.
Esa potencia creadora, esa fuerza de ciclón es la que queremos rescatar del olvido y hacerla bandera de todas las mujeres que luchamos por terminar con la sujeción en todos los sentidos.